Un jinete se desplazaba a galope por las llanuras de Vadenar. Sus ropajes rojos, compuestos por un uniforme militar con finos bordados dorados y un fino cubrebrisas, se agitaban con el viento proveniente del este. Pent, como se hacía llamar ese hombre, se dirigía a ver a su informador al otro lado del territorio. Tras muchos meses de espera había logrado encontrar a la persona que podría darle pistas sobre dónde continuar sus investigaciones acerca de aquella secta llamada el Signo.
Desde hacía más de un año su única tarea dentro del ejército había sido investigar acerca de aquella organización que parecía tener las respuestas de los fenómenos que se producían con frecuencia en el país y que progresivamente iban empeorando. —«Al principio solo eran unos cuantos incidentes aislados, ahora es casi cíclico»— no lograba borrar de su mente las imágenes de aquellas bestias metálicas que atacaban sin descanso los pueblos. Ellos los llamaban garrascuras, principalmente por las surcos que dejaban en el terreno al desplazarse.
Decidió dejar de pensar en ello y centrarse en su siguiente misión, que estaba justo delante de él, en algún rincón de aquel lugar.
Las llanuras de Vadenar eran extensas, cubiertas por verdes prados en las que pequeñas formaciones rocosas se acumulaban en pequeños puntos del horizonte. Era como si el mismísimo hubiese querido aportar algo de variedad al paisaje. Y lo había logrado, de eso no cabía duda. Era un bello paisaje, que contrastaban con el resto de Vadenar. Aun siendo una tierra próspera, las terribles guerras que antaño tuvieron lugar en el imperio dejaron una marca que sería difícil borrar. Aquellas praderas era el símbolo de que todavía había esperanza en aquellas tierras.
Y sin embargo, allí se encontraba él, recabando información para evitar la próxima gran catástrofe que se cernía sobre ellos.
Pronto llegó a una pequeña extensión de terreno donde las rocas comenzaban a aumentar de tamaño, señalando el fin de las llanuras y el comienzo de los páramos de Eiryan. Delante de él, una formación rocosa cortaba el horizonte en dos. —«Es aquí, todo encaja»—, pensó, aún sorprendido por la facilidad con la que había logrado encontrar aquel lugar tan rápido.
Las sinuosas formas de algunas rocas coincidían con las descripciones que había recibido. Aunque el sol estaba todavía alto en el cielo, siempre le gustaba llegar algo más pronto de la cuenta, principalmente para evitar posibles sorpresas, entre las cuales una emboscada o una partida de caza eran las que más temor le producían. Detuvo su caballo cerca de la formación y procedió a examinar el lugar.
Parecía desierto, de eso no cabía duda. Sin embargo, si algo le había enseñado su experiencia a lo largo de todo este tiempo es que todo parece tranquilo hasta que ocurre el desastre.
Procedió a desenvainar su hoja de Sívar. El metal comenzó a brillar con el reflejo del sol, revelando lo que solo a la luz del día podía observarse: Suaves vetas de acero y Révar se enroscaban y se retorcían a lo largo de toda la hoja, formando pequeños glifos por toda la espada. —Quiera el mismísimo que no tenga que hacer uso de ella— susurró Pent, sumergido en sus pensamientos.
Cuanto más avanzaba, más tensión parecía haber en el ambiente.
Los sonidos metálicos de la ligera cota de malla que portaba era lo único que podía escuchar.
—«Es como aquel día»—. Las imágenes volvieron a su mente, brotando con la fuerza de un torrente en una noche lluviosa. Podía ver con total claridad a aquella bestia moverse por la noche lluviosa. Mirada penetrante, formas elegantes y largas garras. Aquellas eran las cualidades que cualquier humano desearía no haber visto: Un garrascura de casi tres metros de altura se alzaba frente a él, mirándolo fijamente. Pequeñas gotas de lluvia resbalaban suavemente por la brillante armadura de aquel ser.
Podía escuchar los latidos de su corazón. Latidos metálicos.
De pronto, un suave toque en el hombro lo devolvió al mundo real: Una joven soldado se encontraba justamente enfrente de él, mirándolo con curiosidad. Gotas de sudor recorrían su tez morena, producto de quizás aquellos recuerdos o del sol que todavía se alzaba en el horizonte.
—¿Estás bien?—. Aquella chica lo miraba de forma curiosa. Portaba el uniforme de un noble del ejército Eyriano, de eso no cabía duda: aquellos bordados en Sívar no eran comunes entre los rangos más bajos del ejército.
—Sí… creo que sí— Pent todavía seguía algo confuso después de aquella visión. —¿Quién eres…?—
—Bien. Eso me gusta, voy a necesitar que estés en plena forma para cuando llegue.— La joven parecía escuchar solo aquello que le interesaba, haciendo caso omiso a su pregunta.
—¿Quién van a llegar…?— Cada vez se encontraba más confuso. Empezaba a dudar que aquella chica fuese soldado del ejército de Eiryan, y mucho menos, noble. Los brazales de acero que llevaba contenían intrincados grabados que solo hacían sospechar más a Pent.
No pudo terminar aquella frase cuando la tierra comenzó a temblar al ritmo de un sonido metálico que se hacía cada vez más y más fuerte. Aquel mismo sonido que había escuchado hacía pocos minutos en su recuerdo.
De pronto, parte de la formación rocosa se hizo añicos y miles de trozos salieron despedidos en todas direcciones. Delante de ellos se alzaba un monstruo con apariencia de dragón de al menos cuatro metros.